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Basta ya de políticos vanidosos que nos tratan como súbditos y no como ciudadanos

Señores políticos de España:

Mientras los negros nubarrones de la recesión económica nos acechan asomándose de nuevo sobre horizontes no tan lejanos, los ciudadanos asistimos ojipláticos a la inexplicable –por irracional– parálisis institucional a la que ustedes nos han condenado con su egoísta vanidad desde las ya lejanísimas penúltimas elecciones generales.

Obsesionados únicamente –aunque se crean que no nos damos cuenta– por su frívola imagen pública, ven caer de forma inmisericorde como zánganos presuntuosos, una a una, las hojas del calendario aferrados a sus poltronas y esperando el agotamiento del oponente, que en este caso es el enemigo.

¿Qué es lo que impide realmente a los políticos españoles conformar un gobierno que ponga en marcha de nuevo la herrumbrosa maquinaria de la administración pública, frenar los escandalosos desembolsos monetarios que agravan nuestro elefantiásico déficit y afrontar con valentía e imaginación los gigantescos retos que Europa como unión de estados distintos y diversos es incapaz de solventar? ¿Cuál es ese freno paralizante? ¿Acaso cada uno de los distintos programas electorales de cada uno de los partidos con representación parlamentaria?

No, ese no es el problema. Más allá de algunas propuestas destinadas especialmente a la galería y satisfacer a la propia parroquia de seguidores enfervorizados, la similitud en las soluciones propuestas no nos aboca a este actual estado catatónico de falta de acuerdo. Especialmente entre los  partidos situados en el centro del abanico ideológico.

La vanidad de nuestros políticos define su excesiva fe en las presuntas habilidades propias y en la hipotética atracción que creen causar hacia los demás. Ambas dos cosas son mentiras enormes y burlas al sentido común. Se trata, simplemente, de la expresión exagerada de su propia y estúpida soberbia. Y, tenemos que reconocerlo, los medios de comunicación somos responsables en gran medida de esta metástasis.

Una enfermedad –la vanidad de nuestros políticos– que carcome el tejido social y que está más pendiente de un tuit que de la reflexión ante los problemas que nos atenazan como sociedad, la consecuente contraposición democrática de opiniones, las conclusiones obtenidas tras meditadas valoraciones divergentes y la ejecución de forma eficiente de las iniciativas que, a lo largo de las legislaturas, nos ofrecerán la oportunidad de vivir en una sociedad mejor.

La política en España se ha convertido en un soez juego de trileros. No se pretende convencer, sino engañar. No sumar, sino imponer. No pactar, sino aplastar. Las discrepancias provocan enfrentamientos, no sinergias comunes. Y así nos va.

Toda esta tropa que dice representarnos en el Congreso de los Diputados y otros terminales institucionales será capaz de hacernos ir a votar otra vez antes que renunciar a ser el centro presuntuoso y arrogante del foco de la atención mediática. La hiperactividad discursiva para justificar sus egoísmos narcisistas nos abocarán a intentarlo de nuevo. Y si no lo conseguimos tampoco después de las elecciones del 10 de noviembre próximo, repetiremos el serial, como una nueva temporada de una realidad ofuscada.

Los ciudadanos no nos merecemos a estos gobernantes narcisistas que deambulan como gallinas sin cabeza en su rencorosa carrera por ocupar poltronas. No nos los merecemos ante las evidentes y reales carencias que los gobernados –las víctimas de este sainete– padecemos. No señor. No nos merecemos esta acumulación de estupidez. Somos y debemos ser ciudadanos y no rehenes de un puñado de ambiciosos frustrados que nos tratan como súbditos estúpidos de una isla bananera.

Estos políticos que se dirigen a nosotros desde los púlpitos que les ofrecemos los medios de comunicación –y que ellos asumen como regios pedestales– nos han demostrado que para ellos lo primero son, simplemente, ellos mismos. No el bien común, el bienestar general, el progreso, la mejora de la calidad de vida de la población, el ascenso en la pirámide social de los más desfavorecidos, la generalización de los derechos sociales… No. A los políticos que nos ha tocado en desgracia padecer solo les importa una cosa: ellos mismos.

Y estos mismos políticos que, después de todo lo anteriormente reseñado, se permiten darnos lecciones –además– de lo que es bueno y de lo que es malo, cosa que no deberíamos permitirles, se parapetan en las periclitadas leyes de la Transición para mantenerse incólumes en sus privilegios.

Esta tóxica realidad se ha visto agravada por la decepción. La decepción provocada por la regeneración que no solo no ha regenerado sino que ha ahogado aún más la patética realidad española. Tras la crisis económica reciente pasada y el consecuente trastabilleo del bipartidismo constitucional, surgen grupos políticos alternativos que pretenden reenderezar un país que se sumerge en la inane nulidad de sus dirigentes. De uno de esos grupos, de Podemos, ya hay poco más que añadir. Tras convertirse en el chalet privado de la pareja Iglesias-Montero, las masas del 15M se han visto, una vez más, engañadas por los revolucionarios de pacotilla y coleta.

Y contemplando el ejemplo de la Europa que progresa, proponiendo adaptarnos a las soluciones que han contribuido a crear y consolidar las sociedades más justas, más ricas, más equilibradas y más estables del mundo, surge el partido Ciudadanos desde una esquizofrénica Catalunya convulsa que a día de hoy no ha decidido aún qué es lo que quiere ser en el futuro.

¿Qué nos queda de ese Ciudadanos? Nos queda un partido que no suma, que resta en la ecuación del progreso, que pretende ser lo que no se esperaba de él, que ha copiado del PSOE el castrante ‘no es no’, que renuncia a sumar para avanzar y prefiere mantenerse incólume defendiendo unos principios que no son los suyos en una posición suicida que le ha condenado, elección tras elección, a dejar de ser alternativa para convertirse en comparsa. Una comparsa dañina dirigida por petimetres desnortados.

Ciudadanos nos dijo que quería solucionar nuestros problemas. Y, para ello, hacerlo de propia mano o arrastrando a los fósiles de la transición a acometer los cambios necesarios. Sin embargo, ahora que puede, no quiere. ¿Por qué? Para ser cabeza de ratón antes que cola de león. Una vez más, la vanidad.

Como ya dijo en su día el literato francés Honorato de Balzac, “exhiben su vanidad aquellos que no tienen nada que ofrecer”. Nada nos ofrecen nuestros políticos. Solo su vanidad. Y, mientras, el país languidece.

Actualizado: 14 de marzo de 2022 , ,

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